Una cuestión de casilla… y de conciencia
Cada año, cuando se acerca la campaña de la Renta, vuelve el eterno debate: ¿El Estado sostiene a la Iglesia? ¿Tiene privilegios fiscales? ¿A dónde va el dinero que marco (o no) en la famosa “X” de la declaración? Y como casi siempre en estos casos, la opinión suele ir por un lado y los datos, por otro.
Empecemos por el principio. La Iglesia católica no recibe ninguna cantidad directa del Estado para su sostenimiento. No hay partidas en los Presupuestos Generales del Estado dedicadas a financiar diócesis, parroquias o actividades eclesiásticas. Lo que sí existe —y esto es importante— es un sistema de asignación voluntaria a través del IRPF: marcar la casilla de la Iglesia no cuesta ni resta, pero sí permite que el 0,7% de tu cuota íntegra vaya a parar a su financiación. Es una decisión individual y voluntaria. Nadie te obliga, nadie lo impide.
Ahora bien, ¿eso es mucho o poco? Según los últimos datos, la asignación tributaria a través de la declaración de la renta supuso 247 millones de euros para las 69 diócesis españolas. El total de ingresos de estas entidades ronda los 820 millones. ¿De dónde sale el resto? Fundamentalmente, de las aportaciones directas de los fieles: colectas, donativos, herencias, suscripciones… Es decir, lo que tú y yo decidimos dar, si queremos.
¿Y el famoso IBI? ¿Y los impuestos? ¿Tiene la Iglesia trato de favor? Aquí conviene separar mito y realidad. La Iglesia —igual que fundaciones de partidos políticos, ONG, o cualquier entidad de interés social— está sujeta al mismo régimen fiscal recogido en la Ley de Mecenazgo. Paga el IBI, el impuesto de sociedades y tiene las mismas deducciones por donativos que el resto de organizaciones similares. No es un régimen exclusivo ni excepcional, aunque sí poco conocido.
Tampoco conviene confundir financiación de la Iglesia con financiación de servicios que presta. Por ejemplo, los colegios concertados de titularidad eclesiástica reciben fondos públicos, sí, pero no porque sean “de la Iglesia”, sino porque están dentro del sistema educativo concertado. Es decir, el Estado financia la educación, no a la institución. Y, de hecho, según datos oficiales, gracias a la red de colegios de titularidad eclesiástica el Estado se ahorra unos 3.000 millones de euros al año, ya que le cuesta menos escolarizar a un alumno en un centro concertado que en uno público.
Otro caso parecido son los profesores de religión. Son empleados públicos que imparten una asignatura que los padres solicitan libremente, igual que quien elige francés o plástica. El sueldo no lo cobra la Iglesia, sino el profesional que presta el servicio.
En cuanto al patrimonio, sí, la Iglesia tiene bienes. Después de veinte siglos de presencia en España, no es de extrañar que existan catedrales, parroquias, monasterios o colegios de su titularidad. Ahora bien, ese patrimonio no está para especular ni enriquecer, sino que está vinculado a los fines de la institución: anunciar el Evangelio, vivir la fe y servir a los demás. Y eso, en muchas ocasiones, se traduce también en una red de atención social a la que acuden miles de personas que no pisan una iglesia, pero sí necesitan ayuda.
Con la crisis económica, las necesidades aumentan pero los recursos menguan. Como toda entidad que depende de aportaciones voluntarias, la Iglesia nota cuando los fieles tienen menos capacidad económica. Sin embargo, la demanda de atención espiritual, social o material no ha hecho más que crecer. Por eso, desde dentro se insiste en la necesidad de crear conciencia: la Iglesia no se mantiene sola, ni con subvenciones públicas. Se mantiene con el compromiso —y la generosidad— de quienes la forman.
En resumen: la Iglesia no vive del Estado, sino de quienes deciden apoyarla. Marcar la “X” en la declaración de la renta no es obligatorio, pero tampoco lo es hablar sin conocer.
Y en esto, como en casi todo, conviene tener los datos antes que las suposiciones.
Let’GO
Gabi Martínez
Economista
MARTINEZ ABAD CONSULTORES